¡Qué se iban a imaginar que tan sólo diez años después íbamos a hacer "catas" sobre tal o cual estilo! Algo, y creo que bastante,se ha progresado. Veamos si dentro de diez años esto que hacemos ahora sea algo así como un juego de niños comparado con una actividad mucho más desarrollada. Ojalá. ¡Saludos y disfruten de Michael Jackson!
Donde América del Sur se angosta como la forma de un pernil, los pliegues detrás de su rodilla son los valles de los ríos Colorado y Negro. El último tramo largo de la Argentina constituye la espinilla, con las montañas de los Andes como el hueso, y Chile como el ternero. Por más de 1.900 kilómetros esta lejana región del sur de esos dos países se conoce como la Patagonia. El nombre se cree que es una versión española de “pie grande”, de los enormes guerreros supuestamente encontrados por el explorador del siglo XVI, Fernando de Magallanes.
Marineros ingleses dijeron que vieron gigantes con cabeza que echaban vapor y caras de leones o perros. La “Rima del Antiguo Marinero” de Coleridge, los gigantes de Swift en “Los viajes de Gulliver”, el monstruo Caliban de Shakespeare, en “La Tempestad”, y los Tsalalians de Poe; se dice que se han inspirado en historias de la Patagonia. Darwin viajó allí en busca del origen de las especies; Butch Cassidy y Sundance Kid buscaron refugio, al igual que un cóctel de nacionalidades, incluyendo a Bruce Chatwin en busca de un perezoso tan grande como un toro; Paul Theroux que quería montar trenes de vapor. Yo fui en busca de cerveza.
Desde la capital de Argentina, Buenos Aires, me tomó dos horas de vuelo a San Carlos de Bariloche, una ciudad andina a menos de 160 kilómetros de la frontera con Chile. Tras la Segunda Guerra Mundial, científicos atómicos alemanes fueron llevados a trabajar en este remoto terreno por el Presidente Perón. Más tarde, los dictadores militares pretendieron proyectos prestigiosos sobre poder nuclear, pero estas vanidades fueron abandonadas en gran medida con la llegada de la democracia en 1983. Esta secuencia de eventos fue el precursor de la micro-cervecería.
Esquivando el Hotel Presidente Perón, y ciertamente el Hotel Islas Malvinas, escogí Hotel Edelweiss que me sonaba mejor, a mano para la Hostería Suiza y la Confitería La Alpina. La ciudad es ahora una estación de ski “alpina”, aunque sus clientes podían estar igualmente en casa en Aspen, Colorado... aún más razón para las micro-cervecerías.
Julio Migoya y Nicolás Silin, este último de origen ruso, ambos trabajaban para una empresa diseñando centrales nucleares hasta que vieron el artículo en el reactor. Navegando por una revista del estilo “hágalo usted mismo”, Nicolás leyó un artículo acerca de la elaboración de cerveza en casa y tuvo “una idea loca”. Lo habló con Julio en el trabajo, y un colega de los Estados Unidos les contó del libro pionero sobre el tema, del escritor británico Dave Line y de la revista americana “Zymurgy”.
En 1989, empezaron a elaborar cerveza en casa para amigos y sus familias, inicialmente haciendo cerveza que era “terrible, ácido y sulfúrica”. En 1991, dejaron sus puestos de trabajo y obtuvieron una licencia para elaborar cerveza en locales alquilados colindantes a la casa de Julio. Molían sus maltas en un molinillo de café, cocinaban en una olla, clarificaban la cerveza en un filtro de piscina, embotellaban manualmente sus productos, y los vendían a nivel local, entregándolos en trineo durante el invierno. Las botellas eran enjuagadas en un lavavajillas doméstico.
En 1993. Tuvieron su primer “tied house” (local que vende sus propias cervezas): servían sus cervezas, con sandwiches de ciervo ahumado de la zona y jabalíes salvajes, en un pub informal durante el día en el living de la casa de Julio durante la temporada turística. “Tiempo” se le llamaba a cuando sus hijos querían su cena.
En 1997, abrieron un brewpub construido para ese fin en locales adyacentes a una tienda de regalos. La empresa se llamó Cervecería Blest, en pos de un bello lugar de la zona.
El edificio de madera es propiedad de Bebe Gutiérrez Arana, un carpintero de constructor de muebles, que también lo proveyó de las sillas y mesas. Él es un socio de la tienda de regalos con Guillermo Estévez, quien vende mermeladas y jaleas locales hechas con bayas del lugar. Guillermo jugó como medio scrum para St. Albans, que resulta ser una escuela en Buenos Aires.
La Cervecería Blest, situada atrás del camino, contra una montaña como telón de fondo, está a seis o siete millas al oeste del centro de la ciudad. Su firma profesa la rúbrica, “cervezas y ales honestas”.
El interior ofrece una colección de posavasos, vasos y botellas. Hay pinturas y vitrales sobre temas cerveceros hechos por Natalia, la hija de Nicolás, que estudia arte en Buenos Aires. Alicia, la esposa de Julio, gestiona el restaurante.
En el centro de la sala hay una olla de hervor para elaborar cerveza con una capacidad de 2,8 hectolitros. Este recipiente elegantemente equipado, de acero inoxidable, con una guarnición de cobre, fue construido por los dueños, con la ayuda de ingenieros despedidos por la empresa de energía atómica.
Las cervezas se sirven sin filtrar. La cerveza básica, con una ligera fragancia y amargor de lúpulo, es floral y refrescante. Se identifica como una tipo “Pilsen”. El nombre de la ciudad, en lugar de su adjetivo, se suele utilizar en la Argentina. Una segunda cerveza regular es una Bock, a una modesta densidad de 1052, con una liviana pero suave maltosidad y buen sabor a chocolate amargo. Un tercer estilo es de cerveza tirada en diferentes estilos. En el momento de mi visita, se ofrecía Scotch Ale: dulce, suave, ligeramente frutada y con carácter a nuez.
Parece poco afable decir que las cervezas eran ligeramente poco densas en el cuerpo, o modestas en su carácter a lúpulo. La maravilla es que estas interesantes cervezas deben ser hechas en semejante parte remota del país donde las suaves cervezas nacionales tocan como segundo violín respecto al vino.
Los socios ni siquiera habían probado una Scotch Ale cuando trataron de crearla por su propia cuenta. Lo mismo puede decirse de una anterior Scout; mi libro “Beer Companion” fue su guía para estilo.
La cervecería tiene su propio pozo de agua, resguardado en una estructura como el de una pequeña capilla. La malta fue más que un problema. Los socios tenían que ir personalmente para persuadir al jefe ejecutivo de una malhería para que se la proveyera, y todavía no están especialmente seguros en este punto. Ellos construyeron su propio tostador giratorio (un tambor de acero, sobre rodillos por encima de quemadores a gas) para convertir la malta pálida en malta crystal, Munich y oscura, haciendo coincidir los colores a partir de fotografías en una revista. Ahora están considerando la posibilidad de incorporar un calentador a un mezclador de cemento.
Los lúpulos se cultivan a tan sólo dos horas de distancia, en El Bolsón, la principal área de cultivo en la Argentina. Me dirigí en esa dirección con mi compañero de viaje Brad Page, un cervecero de Colorado. Frambuesas silvestres a la orilla de la carretera daban paso a los arbustos espinosos y, en ocasiones, las ramas reptantes del pino “chileno” (Araucaria) mientras la ruta se levanta entre las montañas de granito verde, sumiéndose precipitadamente hacia los asentamientos de casas de hierro corrugado.
Mientras el camino se acercaba a El Bolsón, las laderas de las montañas se alineaban con postes de lúpulos de cipreses y eucaliptos. Hombres con rostros indios-andinos y sombreros negros de gauchos estaban fuera con un tractor, raleando los brotes. La docena de huertos de lúpulo en la zona cultivan alrededor de 100 hectáreas en total, todas de Cascade. El valle tiene su propia planta de peletización, donde Brad fue presentado con un cartón de 20 kilos de lúpulo. La etiqueta identificaba a El Bolsón como una “zona no nuclear”, claramente un gesto de dos dedos hacia el pasado atómico del cercano Bariloche.
Siendo mucho más remota, El Bolsón atrajo a miembros de los movimientos autosuficientes en la década de 1960. (La carretera termina allí, cerca de la frontera con Chile, no hay ruta a través de las montañas.)
Juan Carlos Bahlaj, de origen ucraniano, había vendido ventanas y puertas, y prendas de vestir, en Buenos Aires, pero es un hombre al que le gusta vagabundear. Él ha viajado en camioneta-van por todo el continente americano y Europa, y ha desarrollado un gusto por la cerveza belga y alemana. Juan Carlos leyó el clásico británico de 1976 “Libro completo de autosuficiencia”, de John Seymour (publicado por DK). De sus 256 páginas, los cuatro sobre cervecería casera capturaron su ojo. En 1980, se trasladó a la Patagonia, estableció un sitio para acampar en El Bolsón, y en 1984 comenzó a elaborar cerveza para sus invitados y amigos. En 1986, tomó la precaución de obtener una licencia. “Cuanta más gente se traslada aquí, mayor es la burocracia”, suspira.
Ha utilizado una parrilla solar y un horno para pizzas para preparar sus maltas, y en los últimos años ha aumentado su capacidad de elaboración de 10 a 70 litros y a 2,5 hectolitros, siempre en sistemas construidos de manera hogareña. En su Cervecería Artesanal de El Bolsón, se sirve la cerveza “au natural”, pero también hay una versión filtrada y versiones pasteurizadas en la botella.
La cerveza lager dorada, llamada Blanca, era un poco demasiado frutada para el estilo, pero el resto de su gama era deliciosa. Su cerveza Negra era rica, redondeada y con carácter a café; su igualmente oscura Rauchbier parecía ligeramente ahumada sólo al principio y luego erupcionó en una fragante sequedad; su cerveza Framboise era fresca, frutada y muy equilibrada, su variedad de Cereza era una cerveza agria, hormigueante; su variedad de Cassis, como el hierro, firme, el mejor ejemplo que he probado de ese estilo.
Cuando sirvió cordero asado de montaña con batata, quería quedarme para siempre, pero tuvimos que volver a Bariloche para tomar un avión. Llegamos para ser informados de que el pájaro había volado. “Ha sido reprogramado”, dijo el hombre en el escritorio. “¿Por qué nadie nos dijo?”, protestamos. “Así es la Patagonia”, explicó.